La última representación
Atrás ha quedado el juego de declaraciones y contradeclaraciones fatuas que se han prodigado este verano. Septiembre avanza inexorablemente hacia su final. La cuenta atrás se ha iniciado. Urge resolver, de una vez por todas, el tema estatutario para cerrarlo definitivamente. La ciudadanía nos apremia, y lo hace, no por el interés suscitado por la cuestión en sí, sino por un saludable deseo de despejar ese monotema que ha ocupado centenares de horas de televisión, miles de páginas impresas. Ha llegado el momento de optar, de definirse y dejar de jugar a tacticismos partidistas en base a hipotéticos rendimientos electorales. En política, como en tantas otras cosas de la vida, se lleva el gato al agua aquél que sabe medir y estirar sin rasgar, sin destrozar. Vence el que, sabedor de sus posibilidades reales, avanza decidido hasta el límite de lo soportable y admisible para los demás. He ahí una de las esencias de la sabiduría. He ahí el éxito del político posibilista y pragmático que consigue, paso a paso, los objetivos que se propone. Pues bien, en esto del Estatuto son pocos los que han asimilado que su aprobación en Madrid no es tarea badalí, que la política madrileña y sus medios de comunicación se mueven en una lógica y en un discurso distintos a los de aquí. Que desde el punto de vista conceptual, a menudo, las mismas palabras pueden tener distinto significado, otro contenido. En la villa y corte algunos tertulianos, y no pocos medios de comunicación, insisten en denunciar una supuesta triple amenaza a la salud de España y a la unidad de los españoles. Esas hidras son, a su entender, el nacionalismo independentista, el comunismo agazapado en EUA y el deterioro de una moral colectiva sumergida en el reino de la perversión. Aducen que la patria está en peligro, que los estatutos son fragmentación, que... Y es en ese contexto cuando deviene imprescindible dar paso a políticos serenos y perspicaces con visión panorámica y poliédrica. ¿Por qué? Sencillamente porque si el objetivo es conseguir la aprobación de un estatuto en las Cortes Generales, éste debe presentarse ahí con dosis suficientes de seducción. Jamás a la greña, jamás buscando grandilocuentes definiciones patrioticoliterarias ubicadas en una metafísica local y condenadas a colisionar con otras metafísicas –las de allí- no-menos locales. No sirve de nada. No hace falta ejercitar en exceso la inteligencia para llegar a la conclusión de que el texto estatutario que salga del consenso catalán ha de ser impecablemente constitucional. Debe incorporar necesariamente aquellos elementos correctores apuntados en el informe del Consell Consultiu de la Generalitat. Y ha de ser así, y no de otra manera, no por una pasión constitucionalista irrefrenable sino como fruto de un elemental sentido práctico. Decíamos que se aproxima el momento de tomar postura, de adoptar decisiones, de acercar planteamientos, del acuerdo. Pero éste debe llegar a buen puerto sin ultimátum, sin fraseología maniquea ni disertaciones acerca de renuncias, traiciones o abdicaciones. Catalunya quiere mejor financiación y más autogobierno. Está al alcance de su mano conseguirlo si es capaz de vencer sus propios fantasmas internos. Es en este contexto donde CiU tiene la obligación “patriótica” de vencer la esquizofrenia que le aprisiona. Es en este momento histórico en el que ha de abandonar la carrera desaforada y sin meta que libra contra ERC para ocupar un espacio electoral que ya no es el suyo. Vencer esa esquizofrenia implica abandonar el maximalismo y reconstruir las tesis de lo posible, de lo alcanzable. Implica aunar esfuerzos con el Gobierno Tripartito y viajar a Madrid con una letra de canción para versionar a coro. Eso sería lo óptimo. Pero aún no estamos ahí. La resultante final, el éxito o el fracaso del Nou Estatut, recae particularmente en la decisión última que adopte la cúpula convergente. Artur Mas está cautivo de un entorno soberanista radicalizado que nada tiene que ver con aquel nacionalismo ambiguo y ponderado creado por Jordi Pujol y que hizo, de la transversabilidad, su principal virtud. Sería injusto que los catalanes aparcáramos nuestro futuro porque el principal partido de la oposición no encuentra su ubicación en el nuevo panorama político surgido de las elecciones del 2003. Mas debe hacer oídos sordos a los consejos que emanan de los jóvenes turcos que acaudillan Oriol Pujol y David Madí. Sus posiciones políticas nada tienen que ver con el electorado tradicional convergente. Allá ellos con su conciencia. La historia no nos perdonaría jamás haber desaprovechado la excepcional coyuntura que vive hoy España en el terreno político. Si fracasa el Estatut los ciudadanos de Catalunya pasarán factura a todos los grupos políticos por igual. Seguro. Pero otorgarán una mención especial de castigo a aquellos que, temerosos de su futuro particular, no propiciaron un futuro mejor para el país. Ha llegado la hora de pensar en Catalunya y para Catalunya.
Joan Ferran i Serafini
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