PARA PENSAR...LO DICE CARLOS TAIBO..
Procuremos alguna explicación para lo anterior y anotemos, por lo pronto, que a menudo las opciones que concurren a las elecciones lo hacen, en franca renuncia de muchas de las convicciones que dicen ser suyas, de tal manera que acaban templando su discurso para no dañar eventuales expectativas. Se ha dicho, y vaya un ejemplo sonoro, que el gran fracaso de Izquierda Unida en esas elecciones fue su incapacidad para arrebatar votos que tradicionalmente han ido al PSOE. Sospecho que el análisis yerra y que, pese las apariencias, IU sí arañó votos socialistas. Ojo que la conclusión es delicada: Izquierda Unida sigue perdiendo apoyos entre su electorado leal y ello de resultas, en buena medida, de la anómala condición que la coalición exhibe. Receptora de votos socialdemócratas desencantados con la inanidad de las políticas del Gobierno central, IU pretende estar a todas, y unas veces lanza señales a ese electorado –ahí está su lamentable negativa a entrar en confrontación con las cúpulas de los sindicatos mayoritarios– y otras asume proyectos que, emplazados inequívocamente en la contestación del desorden existente, siguen yendo por detrás de lo que reclaman las redes sociales más activas.
Al final, dentro de IU como fuera de ella, las componendas no faltan. Si unos rehuyen promover lo que muchos entendemos que es una exigencia en el momento presente –el decrecimiento–, acaso por temor a una lapidación electoral que al final se produce igual, otros –ahí están algunos de los nacionalismos de izquierda– no dudan en mostrar su arrobo por la alta velocidad ferroviaria y el plan Bolonia. Claro que en algún caso el remedio es tan malo como la enfermedad, en la forma entonces de apuestas por cosmovisiones ideológicas –la centralidad abusiva de la cuestión nacional, el trotskismo o una suerte de tardoestalinismo– que al parecer el elector tiene que aceptar como normales y saludables.
Otro de los lastres que provocan el recelo ante partidos y listas es la frecuente presencia, en unos y otras, de liberados, burócratas y profesionales de la política, casi siempre alejados, desde los despachos de las sedes, desde los ayuntamientos o desde los parlamentos, de las luchas reales. Semejante separación, dramática, obliga a concluir que muchas de esas gentes sólo se representan a sí mismas, al tiempo que, no sin paradoja, mueven el carro de un singularísimo voto útil: reciben votos no porque quienes entregan el suyo, con la nariz tapada, se sientan representados, sino, simplemente, porque, emplazados ante el pecado de la abstención, muchos ciudadanos interpretan que no hay otra alternativa. En la trastienda salta a la vista que las opciones que se nos ofrecen siguen a menudo apegadas a los profesionales de la política, y con ellos, al control abrumador de los partidos, en detrimento de activistas y movimientos que, plurales y omnipresentes, son permanentemente ignorados.
No está de más agregar que una queja frecuente en la izquierda que concurre a las elecciones es la que subraya el maltrato que las opciones correspondientes reciben de los medios de incomunicación del sistema. Aunque no hay motivo mayor para negar que ello es así, lo hay en cambio para preguntarse si la queja no es, sibilinamente, un reconocimiento dramático de carencias propias: cuando una opción que se precia de su condición emancipadora y transformadora depende de otros para llegar a los ciudadanos, algo nos está diciendo en lo que respecta a su presencia, liviana y alicaída, en la realidad cotidiana de las gentes. Por cierto que, para que nada falte, la asunción de las reglas del juego imperantes es tan sólida en las iniciativas que me ocupan que, a manera de lo que hacen los grandes partidos, no hay lugar para autocrítica alguna. Todos han hecho lo que debían al calor de las elecciones –nadie ha encarado estas, como se merecen, con una irónica distancia– y todos han obtenido resultados más que aceptables…
Con mimbres como los descritos, parece claro por qué tantas personas –abstencionistas por respetable convicción o por coyuntural decepción– que mantienen una actitud de digna repulsa ante el orden existente, y a menudo una venturosa vocación de rebeldía, se quedaron en casa el 7 de junio. Las disonancias cognitivas y emocionales entre la izquierda social y la izquierda política siguen siendo, en otras palabras, muy grandes. Y eso que –antes de que alguien me lo reproche– en la primera de esas izquierdas tampoco hay motivo para lanzar cohetes.
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