Lo confieso, me inquieta la oratoria sacra que emplea Oriol Junqueras para intentar dejar a los socialistas catalanes fuera de juego. Predica, siempre que puede, desde un púlpito abarrotado en el que no faltan personajes heridos por la historia y el paso de los años. Lo hace mirando a la gradería, esbozando una sonrisa burlona, agitando los brazos, moviendo verticalmente las palmas de las manos. Me inquieta porque el país no está para bromas, venganzas y ajustes de cuentas. Conviene que los políticos catalanes reflexionen acerca de lo que implica la fuga de Junts del Govern, y que lo hagan pensando en un horizonte colectivo situado más allá de la fría aritmética parlamentaria. Procede sumar y no trazar lineas rojas, toca buscar puntos de acuerdo mínimos y no diferencias. Me molestan esas lineas rojas que dibuja el presidente de ERC porque son similares a las que, con idéntica intención, utiliza la derecha española en el Congreso de los Diputados respecto a nacionalistas e independentistas. Cuando Junqueras pide con vehemencia ‘ayuda’ a los agentes sociales, económicos o culturales para afrontar los retos de la sociedad catalana, obvia que son precisamente esos agentes los que reclaman diálogo sin vetos. La actitud del republicano no facilita la tarea de un Pere Aragonès que necesita dar estabilidad al Govern, mostrarse ante la ciudadanía como un gobernante que se preocupa por la gestión de lo cotidiano y acallar la lírica destructiva de Laura Borràs.
Me inquieta el discurso afectado de Oriol Junqueras porque veo en él la reencarnación, en pleno siglo XXI, de la leyenda de Aníbal Barca. Sí, de aquel niño de nueve años que llevado por su padre al templo de Baal, ante la estatua de Moloch, juró solemnemente ‘odio eterno a los romanos’. En el caso del dirigente republicano ese odio jurado tendría como destinatario -quiero suponer- ese socialismo catalán que aplaudió su encarcelamiento pero no su indulto. Puro personalismo el suyo, poco recomendable para políticos que aspiran a ser transversales. Algunos creen que, más allá de la lógica competencia política entre partidos, en Junqueras anida rencor personal. Un sentimiento generado tras su desalojo de la alcaldía de Sant Vicenç dels Horts y que aflora sin rubor siempre que el auditorio lo permite.
Si bien es cierto que la empatía entre líderes facilita las cosas, no lo es menos que los apriorismos viscerales las dificultan. Pere Aragonès necesita oxígeno y de su habilidad como negociador depende el futuro de la legislatura. Ante sí no tiene ni la hostilidad de una Jéssica Albiach con hambre de gobierno, ni el veto de los socialistas de Salvador Illa. Ambas formaciones de izquierdas han interiorizado que el momento histórico en el que les toca actuar precisa salidas y estabilidad, acuerdos y no parálisis gubernamental. Incluso Pedro Sánchez se ha manifestado en el mismo sentido que la izquierda catalana. La cercanía de las elecciones municipales complica los temas; cierto, pero seguramente de la actitud de los actores políticos dependerá la participación ciudadana y el resultado de los comicios.
Que Oriol Junqueras, como entretenimiento y relax, juegue a hostigar a sus adversarios políticos no ha de impedir que el president de la Generalitat asuma su responsabilidad institucional como es debido. Pere Aragonès mostró firmeza ante Junts, ahora toca finezza con el resto. Puestos a pedir, como sugerencia y aprovechando la formación de un nuevo ejecutivo, quizás sería oportuno abrir el diálogo del Govern con todos los grupos parlamentarios catalanes, intercambiar opiniones, pactar unas reglas del juego educadas y ‘arreglar’ la presidencia del Parlament. Si el president de la Generalitat ha descolgado el teléfono para llamar a Quim Nadal, Campuzano y Ubasart nada le impide hablar con todos los demás sin apriorismos. ¿Es demasiado pedir?
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