La metamorfosis de CiU
Hace pocos días en estas mismas páginas Felip Puig, el portavoz de CiU en el Parlamento de Catalunya, hacía suyas unas palabras de Léon Blum que decían: "Existen dos clases de políticos: los que se repiten y los que se contradicen". Si me permiten el atrevimiento, un servidor añadiría una tercera clase o categoría: la de los que se engañan a sí mismos, la de los que quieren doblegar la realidad, la cotidianidad, a gusto de su universo político particular. Y ése ha sido, a lo largo de los años, uno de los principales pecados del nacionalismo catalán. Subvertir la realidad, interpretar el mundo a su medida, ha devenido un vicio crónico y una práctica habitual entre muchos dirigentes de Convergència i Unió. Algunos andan más preocupados en destruir la imagen de su principal adversario electoral -el PSC- que en explicar su propio proyecto. Desde su Cataluña virtual, que no real, disparan agazapados contra el candidato socialista Montilla con proyectiles fabricados en la mezquindad. Se atreven incluso a atribuirle una merma en su catalanidad. ¡Hasta ahí podríamos llegar! Mal les deben de ir las cosas a las gentes de Artur Mas cuando han decidido utilizar, de nuevo, la vieja vara de medir los índices de patriotismo. Muy apurados deben de estar los nacionalistas conservadores cuando su preocupación consiste en ponderar el grado de contacto e interacción entre el PSC y el PSOE. Muy angustiados deben de andar cuando pretenden obviar el debate sobre el grado de efectividad de cada cual para desarrollar con éxito el nuevo Estatuto, para llegar a acuerdos bilaterales en Madrid.
Esta legislatura que ahora termina ha sido pródiga en acontecimientos. Se ha aprobado un buen estatuto y la campaña electoral, que en la práctica ya ha comenzado, permitirá dar a conocer muchas de las actuaciones gubernamentales que hasta ahora han permanecido difuminadas por los vapores de la polémica estatutaria. Será la hora de hacer balance de la acción de los gobiernos de Maragall pero, también, de las actitudes de la oposición. Y en este sentido, sinceramente, creo que hay que lamentar la actividad opositora discontinua y errática que ha practicado Convergència i Unió. La gente de Mas nos ha obsequiado durante estos tres años con un carrusel de comportamientos contradictorios. Han sido capaces de transitar por todos los márgenes, de combinar al unísono y sin rubor el más trasnochado y exagerado soberanismo con los guiños y arrumacos al PP. Tanto ha sido así que cualquier observador con un mínimo de objetividad puede detectar que el verdadero leitmotiv de CiU es regresar al poder al precio que sea. Esta obsesión por disfrutar de los aromas del Pati dels Tarongers les ha llevado incluso a echar por la borda la cultura de gobierno que atesoró Jordi Pujol. Cuando desde las filas del socialismo catalán valoramos los aspectos positivos -que los hubo- de la etapa pujoliana, destacamos siempre el sentido institucional y de gobierno del que hizo gala el anterior presidente. Ese legado se ha diluido para dar paso a un estilo más zaplanista de hacer oposición. Es decir, a una práctica tremendista hecha de frases reactivas y de declaraciones repletas de descalificaciones. En el artículo anteriormente mencionado, Felip Puig pretendía vendernos la imagen de una nueva generación de políticos tomando las riendas del nacionalismo catalán. Falsa ilusión la suya. Decía al inicio de estas líneas que hay políticos especialistas en engañarse a sí mismos sin manuales de autoayuda. Los supuestos nuevos dirigentes de CiU quizá sean ligeros en años, cierto, pero son ya viejos expertos en los vicios que segrega el poder. Todo el mundo sabe que la tan cacareada nueva hornada convergente creció y se educó a la sombra de Palau entre las intrigas de la corte. Son simplemente la continuidad de una forma superada de hacer política que ha optado por radicalizar los mecanismos de ejercer la oposición. El bueno de Felip Puig intenta hostigar a los socialistas catalanes acusándolos de sucursalistas y cuatro lindezas más. Craso error. La trayectoria catalanista y federalista del PSC impregna todas y cada una de las propuestas políticas que defiende José Montilla. Desenterrar, como antaño, el medidor de catalanidad es un flaco servicio al país y un burdo intento de confundir al ciudadano. Montilla plantea que el nuevo reto de los catalanes pasa por conseguir un óptimo uso y despliegue del Estatuto basado en el rigor y la seriedad. Lo hace pensando en la ciudadanía, dejando de lado la pequeña política de los rifirrafes declarativos. Cuando desde el PSC se propone un salto cualitativo y cuantitativo en políticas sociales al servicio de los catalanes no es de recibo replicar con acusaciones de corte grupuscular. Cataluña precisa debatir sobre cuestiones tangibles, sobre cómo, cuándo y de qué forma se pondrá en funcionamiento su potencial estatutario. No nos interesa para nada discutir acerca del pedigrí ni de las denominaciones de origen de los candidatos. A fin de cuentas la historia nos ha enseñado que, en nuestro país, los únicos que osaron pactar con Aznar fueron los líderes del nacionalismo conservador. No lo duden, aguarden y verán. Asistiremos de nuevo a la metamorfosis de CiU. Será posible porque su nacionalismo es tan sólo instrumental.
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