El blog d'en Joan Ferran

6.4.07

Sobre el arte de gobernar...una reflexion


Por J. M. Ruiz Soroa (EL CORREO DIGITAL, 18/03/07):
Hay palabras que asustan, palabras que nos resistimos incluso a pensar. Una de ellas es la palabra ‘traición’, estigmatizada hasta lo indecible por generaciones de pensamiento político moralista. Traicionar la confianza o las promesas es inadmisible, se afirma con virtuosa convicción, escondiendo así la ‘herida maquiaveliana’ que se abrió hace ya siglos en la práctica política. Y, sin embargo, la política democrática discurre en gran manera sobre la base de la traición: la negación de lo que hasta ahora estaba mutuamente convenido habilita el frecuentemente único método para cambiar. La democracia requiere de la traición como manera de adaptación a las necesidades de una sociedad viva que está sujeta a las constricciones del tiempo y del azar. Lo han expuesto muy convincentemente dos autores franceses, Jeambar y Rocaute, en un libro apasionante, ‘Elogio de la traición’, en el que pasan revista a las traiciones históricas sobre las que se asientan las sociedades.
Por ejemplo, una de las allí citadas como modelo de ‘traición fundadora’ es la de nuestro Rey en el ocaso del franquismo. Pues escasa duda suscita que el calificativo que merece la conducta real para con las fuerzas que le habían llevado al trono es el de traición, por mucho que esa traición fue la que permitió inaugurar una convivencia nueva y democrática en el país. Y si vamos a las ‘traiciones superadoras’, necesarias para salir de un conflicto enquistado, ahí tenemos la de De Gaulle cuando accede al poder en 1958 y funda la V República sobre el entusiasmo de los partidarios de una Argelia francesa. «Je vous ai compris», dirá a la multitud de ‘pied-noirs’ que le aclama en Argel, para poco después proclamar la paz de los valientes y el derecho de autodeterminación de los argelinos.
«No traicionar es perecer; es desconocer el tiempo, los espasmos de la sociedad, las mutaciones de la Historia. La traición, expresión superior del pragmatismo político, se aloja en el centro mismo de nuestros modernos mecanismos republicanos». ¿Traición sin límites, se pregunta el lector inquieto? No, el político no puede traicionar a la democracia misma, a sus reglas esenciales. Pero sí a los contenidos concretos que tantas veces se asocian equivocadamente con esas reglas. Una distinción sutil, difícil, que hace que el político camine por el filo de la navaja.
¿Y a cuento de qué nos trae usted estas ideas, se preguntará el lector? Pues por una razón muy sencilla: porque vivimos, aquí y ahora, un momento de traiciones inevitables, de rupturas de promesas muy queridas, de abandono de principios muy asentados, y es conveniente que lo analicemos así para poder entenderlo. Es mejor que llamemos a las cosas por su nombre. El proceso que el Gobierno ha puesto en marcha para conseguir el fin del terrorismo conlleva inevitablemente cesiones, tanto políticas como ‘humanitarias’, a favor de los terroristas y sus acólitos. La que acabamos de vivir al excarcelar a un preso es una de ellas, pero no será ni la última ni la más grave, porque el propio mecanismo de final dialogado las exige ineluctablemente: vendrán otras, desde el regreso indulgente de los jaleadores de ETA a la política legal, hasta su participación en el diseño de un nuevo marco político, pasando por otras excarcelaciones. Son traiciones a ciertas convenciones que se habían sostenido unánimemente hasta ahora, a ciertos principios de la lucha antiterrorista, y conviene verlas así, sopesándolas en la balanza con desapasionamiento y frialdad, poniendo en el otro platillo el fin perseguido, el final de un conflicto enquistado. En lugar de inflamarnos de santa indignación y salir a la calle a gritar nuestro desconcierto y nuestra indignación moral, porque me temo que ése es el camino a ninguna parte. En una de las frases más sugerentes que he leído estos últimos meses lo decía Txema Montero, aunque fuera desde otro enfoque ideológico: «El fin del proceso exige que ambas partes traicionen a sus bases sociales».
Describir el proceso en términos de traición (más allá de cualquier enfoque moralista) nos proporciona un buen eje analítico de la realidad política, cuando lo combinamos con las reglas de oro que regulan este tipo de actos. Veámoslo.
En primer lugar, la traición debe ser capaz de superar el rechazo moral e indignado que suscita entre tantos, debe hacerse aceptar por la sociedad. Pero, al mismo tiempo, no puede ser confesada ni reconocida públicamente, porque eso la esterilizaría de inmediato. Es un estrecho pasillo para el discurso político del traidor, que se ve obligado a disfrazar el pragmatismo con los oropeles de su contrario, el moralismo. En nuestro caso, la palabra ‘PAZ’, así con mayúsculas, es la que actúa como gozne que permite presentar como moral un discurso sustancialmente pragmático y realista. Es un término que ha jugado ese papel esencial mil veces en la historia (pensemos en la paz religiosa de Francia que justificó la traición de Enrique de Borbón, o el abrazo de Vergara de un ejército cansado) y que hoy vuelve a convertirse en comodín universal, invocado a diestro y siniestro, tanto por el Gobierno como por los terroristas. Y es que la paz es un reclamo ideológico que conecta muy bien con la sensibilidad de nuestra sociedad posmoderna.
La traición debe evitar la fractura social entre los convencidos y los indignados, pues de otra forma podría ser peor el remedio que la enfermedad. Hoy observamos con temor cómo se está abriendo una fractura en la política española, correlativa (como no podía ser de otra forma) a la sutura de la anterior fractura política que era exclusivamente vasca. No es todavía, salvo en los inflamados ambientes de la prensa capitalina, una fractura social. Pero ahí está el riesgo, y ningún socialista, por sectario que sea, debiera dejar de reconocerlo. No todo lo que sucede se debe al ‘agitprop’ popular, existe una indignación social considerable hecha de buena fe despechada. A la larga, para superar esta fractura, le ayudan al gobernante traidor dos factores: por un lado el tiempo, y por otro la deferencia natural con que el gobernado mira todavía al gobernante; esa confianza de que, en último término, los de arriba ‘deben saber lo que hacen’. Pero cuidado, porque nuestro Gobierno está empezando a suscitar serias dudas, precisamente, acerca de su capacidad de diseño y acción inteligentes. Y el traidor no puede perder la iniciativa, no puede empantanarse en la duda.
Y, por último, la traición debe ser coronada por el éxito, pues es su resultado el que justifica retrospectivamente el camino de ruptura que se ha seguido. Si fracasa, si el resultado perseguido no se logra, no habrá perdón para el traidor, porque el daño que habrá causado será inmenso. En nuestro caso, habrá exasperado e inflamado pasiones, habrá hecho jirones instituciones y convenciones asentadas, habrá sumido en el desconcierto y la desafección a muchos ciudadanos. El traidor debe triunfar por necesidad.
Esta necesidad sitúa al traidor en una extraña tesitura: la de depender tanto de su propia inteligencia y astucia como de la de sus hasta ayer enemigos, de aquéllos con quienes necesita celebrar el pacto final. En la situación en que estamos, el Gobierno depende tanto de su propia habilidad como de la inteligencia de los terroristas, de que éstos sean capaces de entender que su interés pasa también por traicionar su propia historia y su propio ideario (y perdón por llamar de esta noble manera a lo poco que tienen en la cabeza). La suerte del traidor no depende tanto de aquéllos a los que traiciona como de aquéllos a los que busca afanoso. Si le fallan, será su fin. Forman así una extraña pareja de baile.
Y de nuevo surge en este punto una duda escéptica: la de si los terroristas son capaces de la suficiente inteligencia política como para apreciar en sus justos límites la ventana de oportunidad que se les ha abierto, o si más bien intentarán agrandar desmesuradamente esa ventana por los medios a que nos tienen acostumbrados. De su inteligencia depende todo, incluida la suerte del traidor. Lo cual, como ustedes coincidirán, no es una situación demasiado agradable.