CABEZAS GACHAS
Como usuario del transporte público llego a la conclusión de que vivo en un reino donde abundan los cabezas gachas. En el vagón en el que viajo escasean los libros sostenidos por manos trémulas, se evitan las miradas furtivas y se está sin sonreír, no vaya a ser que alguien nos malinterprete. Observo que la atención de un número considerable de pasajeros se sumerge en la profundidad de un smartphone, de ese engendro tecnológico insustituible que nos conecta a mundos previamente seleccionados. Y así cada día y a cualquier hora, bien sea en el bus, metro, oficina, facultad o comunidad de vecinos. Doblamos tanto la cerviz de siete vertebras que fisioterapeutas, audiólogos y osteópatas tienen trabajo asegurado para décadas. Hace ya algún tiempo el Metro de Madrid difundió a través de Twitter un estremecedor vídeo en el que se podía observar cómo una mujer, con la mirada fija en una pantalla azul, acabó cayendo a las vías instantes antes de que el convoy llegara a la estación. Afortunadamente no pasó nada grave para su físico. En el plano mental y moral doblamos la cerviz por comodidad, para no mirar de frente las barbaridades de los señores de la guerra, de los políticos demagogos vendedores de humo. Créanme, de vez en cuando conviene levantar la mirada, no vaya a ser el caso que nos arrolle el tren de la indiferencia ante la injusticia. Una sociedad de cabezas gachas ensimismadas, deshumanizadas y manipuladas emocionalmente podría ser el prolegómeno de un infierno no deseado.
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