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Somos la suma de siglos de vaivenes, de cruces de caminos y de miradas, de guerras y complicidades, de razones y del absurdo, como lo somos de la cerrazón, de costumbres ineficaces, de miradas de bobos, de imposturas de alta alcurnia. De todo un poco conservamos de nuestros ancestros como ciudadanos que somos del siglo XXI, cada persona a su manera y en límite constante con la propia personalidad.
Desde lo más profundo de tantos claroscuros como estamos hechos, personas, territorios, naciones, surgen los nacionalismos, no para decir lo que de verdad somos, sino para predicar lo que debemos ser, previo borrado de antecedentes sumergidos en las tinieblas del tiempo y cuyo rocambolesco trazado no hace falta buscar: basta con saber que ahí estuvieron, en el mismo lugar en el que ahora nos decapita el absolutismo de relumbrón, ese nacionalismo que en nombre del territorio y su falsa identidad defiende los intereses clasistas de una clase dirigente que siempre vio en el populacho o mano de obra barata o un estorbo para sus noches de gala y paripé.
De tanto artificio y desolación como fuimos capaces de construir desde el siglo pasado hasta hoy, el más peligroso, por intangible, es ese nacionalismo que nos señala a la madre (patria, biológica, fábrica, tierra) para culparnos de traición, un pretexto que aviva su deseo de erigirse como redentores, es decir, aptos para someternos.
No es la náusea posmoderna lo que en el ciudadano libre, es decir, responsable, debería despertar hoy, ni la indiferencia, ni tampoco la rebelión, sino una conciencia distinta con rechazo casi premonitorio a esos gestores del bien y del mal de conciencias ajenas que inventan artificios para maquillar el caciquismo al que viven sujetos. Un voto a cualquier patria es un voto al derecho de pernada, aunque sea mental.
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