M.DOLORES GARCIA EN LA VANGUARDIA
Un temblor recorre el mundo y los estados ricos se aprestan a parchear el sistema para evitar que el mal, ya extendido, se enquiste. Mientras, cada uno de nosotros echa mano a la cartera y calcula sus posibilidades de salir airoso. Se compara con otras crisis buscando respuestas, pero este trance cambiará más cosas de lo que alcanzamos a atisbar ahora. Es la primera crisis de la globalización, y como tal redefinirá las reglas de poder entre los estados, el capital y la sociedad.
Cuando se negociaba la implantación del euro, algunas voces se lamentaban de que Europa tenía visos de convertirse en un gran banco más que en una unidad política. Poco podía imaginarse entonces que los gobiernos saldrían al rescate de los bancos, aunque la capacidad de coordinación y reacción europea se haya demostrado menor de la deseable. En esta crisis hemos comprobado que un Estado, por sí solo, apenas puede nada frente a los nuevos avatares del capital. Si el sistema sobrevive, los estados habrán mudado la piel. Lo vislumbraron unos pocos, como Ulrich Beck, pero hasta ahora no lo habíamos apreciado en toda su crudeza. El sociólogo berlinés nos advertía de que resistirse a la globalización era ponerle puertas al campo, pero que eso no significaba rendirse al globalismo, que él definía como el dominio del neoliberalismo en el mercado mundial. Beck indicaba el camino: colaboración entre estados. Ya no hay soluciones nacionales y los estados pierden soberanía a espuertas. Desde Catalunya, algunos vieron esa fuga de poder como una oportunidad de desembarazarse del Estado, al tiempo que llamaban a parapetarse bajo el proteccionismo cultural, temerosos de que míster McDonald acabara por imponer modos de vida y arrasara con nuestra cultura. Pero resulta que a la crisis global no se le puede plantar cara sólo desde la Moncloa, menos aún desde la plaza Sant Jaume. Hay que ir a Europa, queramos o no, pasando por Madrid. ¿Significa eso que Catalunya no tiene nada que hacer más que esperar el chaparrón? En absoluto. Pero si los estados deben cambiar de mentalidad, las regiones - o las naciones sin Estado, según la jerga que cada uno prefiera-, también. Duran Lleida proclamaba el domingo en La Vanguardia:"Mientras lo que decida el Estado nos afecte, no vamos a desentendernos". Justificaba su voluntad de entrar en el Gobierno, porque tener un poder y no ejercerlo no puede resultar más frustrante para un político, pero más allá del tacticismo algo debe hacerse para influir en el Estado en defensa de la economía productiva catalana. No se trata de desdeñar nuestra fuerza: ¿acaso no han apechugado los ayuntamientos con la inmigración? He ahí una respuesta local a un fenómeno mundial. Pasará igual con la crisis. Lo global no es excusa para el lamento. Catalunya debe aportar sus respuestas sin perderse en debates inacabables. Porque cuando caen chuzos de punta en medio mundo, corremos a refugiarnos donde nos cae más cerca.
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