El blog d'en Joan Ferran

1.12.13

ANTIDOTO CONTRA LOS NUEVOS POPULISMOS








LA IZQUIERDA ANTE EL POPULISMO NACIONALISTA
 
 
 Documento elaborado por Ferran Gallego     

Recoge hoy el diario La Vanguardia dos artículos de periodistas excelentes, dos de esos que creen que el periodismo está ahí no sólo para dar noticias, sino para valorar acontecimientos y, sobre todo, para considerar tendencias. Es decir, que el periodismo, como la historia, no consideran su trabajo fundamental el de captar un hecho (eso deberíamos darlo por sentado), sino darle un significado. En “El Tweet Party”, Rafael Jorba comenta las labores de esa inteligente Marine Le Pen, que no da puntada sin hilo, y que está bordando un peligroso encaje ideológico para el enorme descosido social que padecemos en la Europa del siglo XXI. Será otra la ocasión para referirse a los cambios que la hija del fundador del Frente Nacional ha introducido en la presentación de este movimiento, que no me parecen nada secundarios. Marine Le Pen ha construido un proyecto político, bien apoyado en el trabajo de base, casa por casa, allí donde Jean Marie Le Pen puso, y no era poca cosa, los fundamentos de una retórica nacionalista de exclusión que fuera percibida, por una parte considerable de las clases populares francesas, como una propuesta política de reintegración de los ciudadanos en una comunidad fracturada. No es casual que los viejos adversarios del fundador, seguidores de Bruno Mégret, hayan aportado su perspicacia en dos ámbitos fundamentales para construir un proyecto: el equilibrio entre pragmatismo e ideología, y el equilibrio entre discurso nacional y realidad local. Vayamos, sin embargo, a un aspecto que sí puede interesarnos hoy en el análisis preocupado de Rafael Jorba. Tras preguntarse por la, para él, sorprendente equiparación del populismo de extrema derecha y el discurso nacionalista catalán, responde señalando dos factores que permiten hacer comprensible esta perspectiva. El primero es el desplazamiento de la determinación social a la identitaria en un momento en que los recursos habituales de análisis han sido volados por la violencia de la crisis: la transversalidad se establece ahora en el consenso de la identidad nacional, cuando hace unos cuantos años, en el tardofranquismo y en la transición –que eran, a fin de cuentas, los tiempos de Mitterrand, de Helmut Schmidt y de Enrico Berlinguer-, el consenso se asentaba en el espacio de lo social, permitiéndose que la identificación de clase se realizara, también, en la contundente voluntad de toda la izquierda de asumir los derechos nacionales como consecuencia de una afirmación previa: los derechos de los individuos y las condiciones sociales concretas en las que estos individuos pasaban a tener una conciencia colectiva. En un lenguaje cuya lamentable oxidación por falta de uso debo reconocer, a eso se le llamaba dar a los análisis una perspectiva de clase. El segundo factor de equiparación es el resumen de la complejidad social que se establece en una sociedad acostumbrada a creer que lo complejo genera confusión y dificulta las labores didácticas de las nuevas redes sociales, diseñadas no sólo para la velocidad comunicativa, sino para ese simplismo que algunos se empeñan en llamar claridad y que no es más que la elevación del apresuramiento al rango de la eficacia. Hemos mejorado poco desde los tiempos del célebre diálogo entre Alicia y Humpty Dumpty. Si, para Lewis Carroll, las palabras tenían el significado que quisiera darles el poder, ahora son las frases, los párrafos y las reflexiones enteras las que parecen tener que someterse al dictamen del medio utilizado para pronunciarlas. No son las palabras las que tienen dueño, de una en una: es el lenguaje entero el que ha dejado de ser posesión de quien escribe. En la curiosa mezcla de volatilidad y permanencia de los mensajes sometidos a una tiránica brevedad, resignados a no comprender la diferencia entre valor de uso y valor de cambio, que tan claramente expuso la economía clásica, a las palabras se les exige poco rigor. Porque, como bien sabía Humpty Dumpty, sólo a las palabras largas podía exigírseles mucho trabajo significativo. Consideremos que lo que se nos dice es muy grave: el análisis del populismo europeo –y, de hecho, la actualidad del populismo- corresponde a una lesión intelectual grave en dos aspectos fundamentales: el espacio y el tiempo. El “desplazamiento” de lo social a lo nacional es un cambio de posición, que debería darnos la inquietante sensación de que las cosas no están en su sitio: es decir, la impresión del desorden. La imposición de un ritmo infatigable en el que, como decía Azaña de Ortega, las ideas tienen que dejar paso a las ocurrencias, causa la no menos desagradable sensación de que este es un trayecto en el que, a cambio de la velocidad, se nos exige viajar sin equipaje. No está mal que, en los dos puntos de referencia indispensables para vivir reflexivamente, el lugar y el momento, se nos tenga sometidos a la incómoda situación de quien se ha perdido en un paisaje sin referencias. Pero no seamos incautos: para combatir esa carencia ha llegado, precisamente, un tranquilizante tan poderoso como el nacionalismo, una identidad que se reclama fuerte, auténtica, esencial y, sobre todo, natural, dispuesta a romper con todos los artilugios que han ayudado hasta ahora a nuestro precario sentido de la orientación. No ha sido sólo la crisis la que ha provocado esta situación, sino la complacencia ideológica, la confortable debilidad de análisis, la escasa exigencia del trabajo interpretativo con el que la izquierda ha transitado por los años felices del crecimiento. La conquista de los derechos sociales, en lugar de metabolizarse como cumplimiento de unos objetivos políticos de un sector preciso de la sociedad y de utilizarse como materia original de una cultura de la izquierda, fue contemplada como la evolución lógica de la sociedad, como el desarrollo de la democracia, como el patrimonio común de todas las opciones políticas existentes en nuestro país. Esto nada tiene que ver con un reformismo que haya abandonado las presuntas virtudes de las estrategias revolucionarias. Es, por el contrario, la quiebra misma del proyecto reformista de la socialdemocracia, cuya identidad siempre debía haber residido en ese diagnóstico del estado del bienestar como factor diferencial entre culturas políticas opuestas. No ha sido la moderación, sino el vaciado de la socialdemocracia lo que ha impedido hacer frente a la crisis con una identidad de clase. Como tan bien lo señaló Thompson, las clases no se crean, sino que se hacen, se construyen, se producen en una intensa y prolongada tarea de comprensión de las relaciones sociales, de modificación de la correlación de fuerzas, de preservación de los signos propios, de cultivo de una tradición diferenciada. En definitiva, de asunción de un perfil que va cobrando nitidez como resultado de un largo aprendizaje que da a la clase su forma, que da a los individuos su sentimiento de pertenencia, más que a un espacio fijo, a un proyecto desatado en el tiempo, a una lenta afirmación del ser a través de la existencia. Al no haber asumido esta forma de socialización que disponga de su propia ideología, de su representación simbólica, de los rasgos afectivos que todo proyecto político precisa, no hemos sido capaces de dar una respuesta adecuada –es decir, basada en esa misma tradición cuya herencia hemos dilapidado- cuando la mayor crisis de los últimos cuarenta años nos ha llevado a las puertas del área de desguace. ¿Podemos sorprendernos de la eficacia de un discurso levantado sobre esa manía cegadora de transversalidad, izado sobre esa maldita costumbre de confundir las buenas maneras y el respeto a la democracia con la desdichada aceptación de una sociedad sin conflictos esenciales? ¿Hasta ese punto hemos confundido el concepto de “sociedad abierta” con el de “sociedad vacía”? Hemos confundido la flexibilidad de una estrategia con la licuación de nuestras ideas. Hemos tomado nuestro respeto a las instituciones con la atribución a todo el mundo de proyectos políticos idénticos en lo sustancial, diferentes en lo accesorio. Hemos confundido el pacto social con una similitud de principios, que acaba por negar la necesidad misma de un pacto entre partes en conflicto necesario. ¿Puede sorprendernos, entonces, que el nacional-populismo esté en mejores condiciones para establecer su congruencia con una forma de vivir en sociedad que nosotros mismos hemos acabado por propiciar, sea en nuestra timidez de análisis, sea en nuestra práctica política? Y lo hemos hecho permitiendo, y a veces alentando a ello, que la identidad nacional fuera adquiriendo ese aire de unanimidad comunitaria, de bien común tomista, de visión orgánica de las relaciones sociales, de forma superior de derechos colectivos, de mejor manera de definir la soberanía del pueblo, de liquidación de todos aquellos aspectos concretos y materiales que podían enfrentarnos, para hallar consuelo, refugio y afirmación en los elementos simbólicos y emocionales diseñados especialmente para ignorar los conflictos de clase en favor de la homogeneidad de la nación. Porque es obvio que el discurso nacional-populista es un discurso político. Pero lo es en el momento en que se han digerido las contradicciones sociales de una nación, y cuando los recortes propinados a los derechos de la mayoría tienen que definirse a otro nivel, como resultado de un desplazamiento que no es sólo cambio de lugar, sino modificación de un significado. Cuando los conflictos pasan a considerarse anécdota funcional en una comunidad sin fisuras, y los antagonismos fundamentales se desplazan hasta referirse, exclusivamente a lo que diferencia a una soberanía colectiva frustrada de un poder exterior que la atenaza. Y que iguala a todos los ciudadanos en una misma sumisión, en una sola esclavitud cuya liberación sólo puede expresarse definiendo al adversario externo y eliminando cualquier factor de pluralidad y, menos aún, de antagonismo, en el seno de la sociedad que quiere esterilizarse de impurezas partidistas. Para el nacionalismo populista la sociedad es la expresión de un elemento previo, de un factor ontológico del que la sociedad es sólo apariencia, fenómeno, circunstancia histórica. Para quienes no somos nacional-populistas, la nación es el resultado del quehacer de una sociedad, que tiene que manifestar en su diaria construcción los conflictos que se plantean entre intereses diversos. Nosotros podemos creer en la necesidad de la cohesión social, pero no podemos aceptar esa tramposa apreciación de Cataluña, más estética que cultural, sobre la que se establece la evaporación de los conflictos sociales, que pasan del estado sólido al gaseoso gracias a la renuncia a una cultura obrera, popular y nacional, que ha querido disolverse en una simple “cultura general” que a todos gratifica, que a todos concilia, y que al final a todos representa. En la liquidación de un espacio cultural propio, tan nacional como el de los nacionalistas, en la aceptación de un solo espacio común, se encuentra un grave error de perspectiva. Fragmentar a las clases populares a favor de la unidad del proyecto nacional es una de las expresiones más obvias y lacerantes, incluso observables en las encuestas electorales, que estamos sufriendo en estos tiempos. En, en definitiva, el producto de ese desplazamiento al que se refiere Rafael Jorba, aunque él saque otras conclusiones. El segundo artículo es el de Gregorio Morán, “¿Sanidad o 1714?”. No es menor el suceso que seguramente ha dado lugar a la reflexión de Morán: la muerte de un personaje ejemplar, comprometido con la sanidad pública, Albert Jovell, al que el conseller Boi Ruiz dedica un desmesurado elogio. Un nuevo desplazamiento, tan propio del nacionalismo que nos gobierna: lo que debería contemplarse como oportunidad para ver cuál es el debate sobre el sistema sanitario en Cataluña, pasa a convertirse en unanimidad funeraria, en algo más que cortés, entusiasta elogio fúnebre aprovechando la expansión de la sentimentalidad que estas ceremonias nos sugieren. Como peces en el agua se mueven los nacionalistas en los escenarios simbólicos, en las tablas de la sobreactuación. Lo que debería presentarse como conflicto pasa a exhibirse como patrimonio común. La resistencia a los poderosos pasa a vestirse de encomiable crítica constructiva. El ámbito de afirmación de una idea de la sociedad pasa a considerarse una voz más en el confuso murmullo del rosario nacional. Como dice Morán, refiriéndose a los, por otro lado, honestos y apreciables militantes de la CUP: lo nacional y lo social, antes, después, al mismo tiempo…Y cita a una autora que todo el mundo en esta izquierda con la memoria en harapos ha desahuciado desde su muerte, Rosa Luxemburg. ¡Qué incómoda resulta aún, para alegría de quienes preferimos que se nos interrogue desde esa voz tan honda que es nuestro propio pasado, y que tanto se parece a nuestra conciencia! Rosa Luxemburg escribió en el otoño de 1918 una feroz crítica a la revolución rusa que no hacía ningún tipo de concesión a la derecha socialdemócrata, que tenía el atractivo de indicar su solidaridad con los revolucionarios, pero también la honesta vehemencia de denunciar el estado de excepción permanente que permitió el poder absoluto del partido único y la liquidación de las esperanzas de la democracia obrera. Que su ataque a la revolución bolchevique no fuera acompañado de elogio del sector mayoritario de la socialdemocracia alemana en 1918 era incómodo para el reformismo. Que tratara a Lenin y a Trotski de tramposos, capaces de justificar la expropiación de los derechos colectivos con la estéril denuncia del formalismo constitucional, era incómodo para la extrema izquierda. Pero lo más incómodo, para unos y para otros, es que se atreviera a denunciar determinados principios y más aún las prácticas nacionalistas, que acabaron por entregar a las clases dominantes de Polonia o Finlandia a aquellos trabajadores que deseaban, precisamente, resolver el conflicto entre lo nacional y lo social, bajo la necesaria priorización de la identidad política de la izquierda, renunciando a los trapicheos unitarios de los Frentes Nacionales creados, precisamente, para unir a los distintos y para separar a los iguales. Morán recuerda la necesidad de Rosa Luxemburg o, quizás, considera que a uno le parece estar, cuando de todo hace ya casi cien años, en el debate entre Luxemburg y Lenin, para saber si fue antes el huevo o la gallina, cosa que siempre acaba por afirmar que lo primero fue el corral. No sólo es el desplazamiento del problema, sino el cambio de escenario. Ese Valle de los Caídos catalán al que se refiere Morán en su artículo, recordando la mutación arqueológica del Born, permite que veamos cómo las identidades siempre se construyen en un ámbito de conciliación radical, que vincula a los vivos con los muertos en una genealogía de fosa común, en la que los cadáveres exquisitos son pasto de una memoria ajustada a las necesidades políticas del momento. En una hermosa, exuberante defensa del catolicismo, Ortodoxia, Chesterton escribió que los demócratas progresistas concedían el sufragio a todos los vivos, mientras que los tradicionalistas ensanchaban ese derecho concediéndoselo a los muertos. La defensa de la tradición no era en Chesterton la del pasado, sino la de la construcción de la memoria como gestora del presente. Los lugares comunes no son un monumento a la reconciliación, sino la arquitectura de una unanimidad que discrimina las tensiones sociales, a favor de una identidad que debe hallar su campo conflictivo en otro lugar. En la tierra y los muertos barresianos aparece esa solemne e inmutable fabricación de una conciencia petrificada, o amanece a diario esa crítica de Medusa que a todas las conciencias las convierte en piedra. Esa moral de cementerio determina una frontera, tan escasamente respetuosa con las vidas diversas que un día habitaron los despojos, vidas que lucharon en campos distintos, vidas que se enfrentaron defendiendo proyectos políticos diferenciados. Una frontera tan capaz de incluir a todos en un magma indiferenciado, como de señalar al extranjero más allá de la línea imaginaria de identificación. Imaginaria, sí, y por ello necesitada de todos los recursos simbólicos, de todos los ruedos de fiesta nacional, de todas las tablas de representación que los haga emoción realmente experimentada. ¿Y dónde están los recursos de la izquierda, sus símbolos, sus representaciones, su equipaje emocional, su capacidad de devolver las farsantes unanimidades al desván de una estafa en la que la identidad de clase ha sido condenada a una situación accidental? ¿Dónde están los instrumentos de la izquierda para hacer que Cataluña vuelva a ser una sociedad abierta, conflictiva, plural, reticente ante la hipertrofia simbólica, capaz de denunciar el temblor de la falsificación de quien dice firmar nuestros complejos procesos de identificación con la identidad simplificada de su nombre?
FERRAN GALLEGO Barcelona, Diciembre 2013