Texto del mensaje enviado por Albert Camus a los jóvenes escritores españoles en ocasión del vigésimo aniversario del inicio de la guerra civil española.
El 19 de julio de 1936 comenzo en España
la segunda guerra mundial. Esta guerra ha terminado en todas partes salvo, precisamente, en España. El pretexto de no terminarla es la obligación de prepararse para la tercera guerra mundial. Esto resume la tragedia de la España republicana que ha visto imponérsele la guerra civil y extranjera por jefes militares rebeldes y que hoy, aún ve que se le siguen imponiendo los mismos jefes, en nombre de la guerra extranjera. Durante 20 años, una de las causas más justas que puedan encontrarse en la vida de un hombre, se ha visto constantemente deformada, y, en ocasiones, traicionada por los intereses más poderosos de un mundo entregado a las luchas del poder.
La causa de la república está y estará siempre identificada con la de la paz; esa es sin duda su justificación. Desgraciadamente el mundo no ha cesado de estar en guerra desde el 19 de julio de 1936 y la república española, en consecuencia, no ha cesado de ser traicionada o cínicamente utilizada. Por esto es quizá vano dirigirse, como lo hemos hecho otras veces, al espíritu de justicia y de libertad, a la conciencia de loS gobiernos. Un gobierno, por definición, no tiene conciencia. Tiene, a veces, una política, y eso es todo.
Quizá la manera más segura de abogar por la república española, no es ya decir que es indigno para las democracias matar por segunda vez a quienes han luchado y han muerto por nuestra libertad, por la libertad de todos. Este lenguaje es el de la verdad, él clama en el desierto. La buena manera sería quizá decir que si el sostener a Franco no se justifica más que por la necesidad de asegurar la defensa de Occidente, no se justifica por nada.
Puesto que los gobiernos occidentales han decidido no tomar en consideración más que las realidades, podemos decirles que las convicciones de una parte de Europa forman parte también de la realidad, y que no será posible negarlas hasta el fin. Los gobiernos del siglo XX tienen una desgraciada tendencia a creer que la opinión y las conciencias se pueden gobernar como las fuerzas del mundo físico. Y es cierto que por las técnicas de la propaganda o del terror, han llegado a dar a las opiniones y a las conciencias una consternante elasticidad. Sin embargo, hay un 1ímite en todas las cosas, y en particular en la flexibilidad de la opinión. Se ha podido mistificar la conciencia revolucionaria hasta hacerle exaltar la miserable explotación de la tiranía. El ejercicio mismo de esa tiranía, sin embargo, hace esta mistificación evidente: y de ahí que en medio del siglo, la conciencia revolucionaria se rebela de nuevo y vuelve a sus orígenes. De otro lado, se ha podido mistificar el ideal de la libertad por el que los pueblos y los individuos han sabido combatir mientras que sus gobiernos capitulaban. Se ha podido hacer esperar a esos pueblos, hacerles admitir compromisos más y más graves. Pero se ha llegado a un límite que se hace necesario anunciar claramente, y pasado el cual no será ya posible utilizar las conciencias libres; por el contrario, será necesario combatirlas a ellas también. Este límite, para nosotros europeos que hemos tomado conciencia de nuestro destino y de nuestras verdades el 19 de julio de 1936, es España y sus libertades.
Sea como sea, hay un límite que no se podrá superar. Durante 10 años hemos comido el pan de la derrota y la vergüenza. El día de la liberación, en la cúspide de la más grande esperanza, hemos aprendido, además, que la victoria también había sido traicionada y que era necesario renunciar a algunas de nuestras ilusiones. ¿A algunas? Sin duda. Después de todo, no somos unos niños. Pero, sin embargo, no a todas, no a nuestra fidelidad más esencial. Sobre este límite que trazamos, está, en todo caso, España, que nos ayuda a ver claro. Ningún combate será justo si se hace, en realidad, contra el pueblo español. Y si se hace contra él, se hará sin nosotros. Ninguna Europa, ninguna cultura será libre si se erige sobre la servidumbre de] pueblo español. Y si se erige sobre esta servidumbre, se hará contra nosotros.
El inteligente realismo de los políticos occidentales llegará finalmente a ganar para su causa cinco aeródromos y tres mil oficiales españoles, y a conquistar definitivamente centenares de millares de europeos. Después, esos genios políticos, se congratularán en medio de las ruinas. A menos que los realistas entiendan realmente el lenguaje del realismo y comprendan, en fin, que el mejor aliado de la Rusia soviética no es hoy el comunismo español, sino el mismo general Franco y sus apoyos occidentales.
Estas palabras quizás sean inútiles, pero queda un sitio para la esperanza. Ninguna derrota será definitiva mientras que el pueblo español guarde su fuerza de combate. Puede ser una paradoja, pero es el pueblo hambriento, subyugado, el guardián de nuestra esperanza. Guardémonos muy bien de creer que la causa republicana vacila. Guardémonos muy bien de creer que Europa agoniza. Lo que agoniza, del Este al Oeste, son las ideologías. Quizás Europa -de la que España es solidaria- es tan miserable por haberse alejado toda ella, y hasta su pensamiento revolucionario, de un manantial de vida generosa, de un pensamiento en el que la justicia y la libertad se encuentran en una unidad carnal, alejada igualmente de las filosofías burguesas y del socialismo cesariano. Los pueblos de España, de Italia y de Francia guardan el secreto de este pensamiento; y lo guardarán todavía, para que sirva cuando llegue el momento de renacer. Entonces el 19 de julio de 1936 será también una de las fechas de la segunda revolución del siglo; fecha que tiene su raíz en la Comuna de París, que camina siempre bajo la apariencia de la derrota, pero que no ha terminado aún de sacudir el mundo; y que para terminar, llevará al hombre más lejos de lo que ha podido llevarle la revolución rusa de 1917. Nutrida por España y en general por el espíritu de libertad, ella nos devolverá un día una España y una Europa, y con ellas nuevo trabajo de combatir, en fin, a cielo abierto. Al menos, esto constituye nuestra esperanza y nuestras razones de luchar.
No olvido que si los 20 años significan poca cosa mirando la historia, los 20 años que hemos pasado han pesado con un peso terrible sobre muchos de los españoles en el silencio del exilio. Hay algo de lo que no puedo hablar por haberlo dicho demasiado y es el deseo apasionado, que es el mío, de verlos recobrar la sola tierra que es a su medida.
Yo siento la amargura que puede haber, si hablo solamente de luchas y de combates renovados, en lugar de hablarles de la justa felicidad a que tienen derecho. Pero todo lo que podemos hacer para justificar tanto sufrimiento y tantos muertos, es l1evar en nosotros sus esperanzas, hacer que esas esperanzas no sean vanas y que esos muertos no estén solos.
Estos 20 años implacables han usado a muchos hombres en su tarea, y han forjado otros entre los cuales el destino ha de justificar a los primeros. Tan duro como esto sea, es así como los pueblos y las civilizaciones se levantan. Después de todo es de ustedes, españoles, es de España, en parte, de donde algunos de nosotros hemos aprendido a tenernos en pie y a aceptar sin desfallecimiento el duro deber de la libertad. Para Europa y para nosotros, franceses, a menudo sin saberlo, habéis sido y sois los maestros de la libertad. El duro deber que no termina, nos toca a nosotros compartirlo con vosotros sin desfallecimiento y sin compromiso.
Esa es vuestra justificación. Yo he encontrado en la historia, desde que tengo la edad de hombre, muchos vencedores con cara odiosa. Porque leía en ellos el odio y la soledad. Y es que no eran nada, cuando no eran vencedores. Solamente para existir, les era necesario matar y esclavizar. Pero hay otra raza de hombres que nos ayuda a respirar, que no ha encontrado la existencia y la libertad sino en la libertad y la felicidad de todos y que puede, por tanto, encontrar, hasta en la derrota, razones de vivir y de amar. Esos hombres no estarán nunca solos.