PUJOL ENTRE EL TATU Y EL MONUMENTO
Lo confieso. Les tengo respeto a los tatuajes. Sé que son casi tan antiguos como la humanidad pero siempre me han provocado prevención y recelo; no fuera caso que, con el paso del tiempo, llegara a aborrecer un nombre gravado en la piel, una fecha o el dibujo de la serpiente. No en vano un estudio canadiense sostiene que entre el 80 y el 90 por ciento de portadores de tatuajes desearían eliminarlos en algún momento de sus vidas. El tatuaje -fruto de una decisión personal y libre- insinúa, expone, delata, orienta, da pistas, gusta o disgusta pero está ahí. Su borrado es tan laborioso como costoso… De acuerdo, todo lo que ustedes quieran pero tanto su exhibición como su eliminación se mueven en la esfera de lo privado; forma parte de la libertad de los individuos con relación a su cuerpo e imagen.
Otra cosa muy distinta son esos tatuajes, o pearcings, que cubren la epidermis del planeta en forma de monolitos, esculturas, bustos, estatuas ecuestres, etc. Sí, me refiero a esos monumentos alzados a mayor gloria de los mártires y próceres de las patrias, descubridores, héroes o filántropos. Los hay de bronce, hierro u hormigón. Los hay de todo tamaño y múltiples motivos. Tienen por costumbre reverenciar, agradecer o recordar personalidades y efemérides edificantes. Nada que objetar al respecto siempre y cuando la historia haya demostrado que, lo homenajeado, es merecedor de ocupar la epidermis de nuestros parques y plazas; siempre y cuando lo enaltecido contenga la dosis suficiente de valores solidarios, humanos o democráticos.
Nunca he llegado a comprender el narcisismo de esas personas que, en vida pública activa, han permitido que su figura en un pedestal observe el juego de los niños del parque, vigile un cruce de avenidas o presida el patio de un cuartel. Tanto ego me abruma.
Me entero que en el ayuntamiento de Premia de Dalt polemizan acerca de la conveniencia, o no, de retirar la escultura dedicada a Jordi Pujol. A mi modesto entender esa efigie nunca debería de haber estado ahí. Los monumentos a políticos erigidos en vida traen mal fario. Saddam Hussein se permitió el lujo narcisista de colocar su estatua de doce metros en la plaza Firdus de Bagdad y medio mundo contempló por televisión como fue derribada. Un general Franco en plenas facultades mentales decidió que un buen número de esculturas ecuestres con su figura galoparan en plazas españolas… Los barceloneses aun recordamos el polémico culebrón que protagonizó la retirada de ‘El Caudillo’ del castillo de Montjuïc, su traslado al Museo Militar y su posterior decapitación en los almacenes municipales.
Tatuarse, o no, entra dentro de los parámetros de las libertades individuales y, por tanto, nada que objetar. Idolatrar, santificar en vida o monumentalizar a alguien en nombre de todo un pueblo tiene sus riesgos. No sé si Premia de Dalt posee almacén municipal, lo ignoro, pero siempre le quedará el recurso de subastar el monumento o venderlo a peso como chatarra